Existen dos clases de aviadores, aquellos que llevan en su sangre la necesidad de volar por la misma razón que necesitan dormir, comer o respirar, y aquellos que lo hacen simplemente por trabajo, por obligación o porque no tienen otra alternativa. Los últimos usualmente llegan a la profesión por casualidad u otra forma no planeada.
Los primeros frecuentemente tienen la inquietud desde la niñez, cuando veían en los aviones algo notable, místico, sublime quizás. Muchos de estos empezaron de pequeños construyendo modelos de aeroplanos o acumulando fotos, pósters o cualquier otra colección con motivos aéreos. Conocían las especificaciones y datos de cualquier avión con lujo de detalles. Cuando crecen y tienen la fortuna de realizar su sueño de niñez, disfrutan enormemente su trabajo, se sienten (y son) los hombres más afortunados del planeta.
Los pilotos son una clase aparte de humanos, ellos abandonan todo lo mundano para purificar su espíritu en el cielo, y únicamente retornan a la tierra después de recibir la comunión de lo infinito.
Este grupo conoce la diferencia entre volar para subsistir y subsistir para volar. La aviación les enseña orgullo y también humildad y, a pesar de que volar es un hechizo, ellos caen voluntariamente víctimas de su encantamiento. Cuando en tierra y durante días soleados observan continuamente el firmamento añoran estar allí. Durante días lluviosos y nublados, recrean los procedimientos de vuelo en sus mentes. El piloto sabe que el mejor simulador de vuelo está en él mismo, en su imaginación, en su actitud; porque la mente del piloto está siempre accesible a elementos nuevos y comprende que para volar necesita creer en lo desconocido. No obstante, los pilotos son hombres lógicos, disciplinados, que por necesidad deben pensar claramente, de otra manera se arriesgan a perder violentamente la vida.
Al sentarse en la cabina, el verdadero aviador no ata su cuerpo al cuerpo del avión, todo lo contrario, a través del arnés él amarra el avión a sus espaldas, a su completa anatomía. Los controles de la aeronave pasan a ser una extensión de su persona. Esta simple acción une al hombre y al aparato en la simetría de una sola entidad, en una mezcla única e indescifrable. Cada vibración, cada sonido, cada olor tiene sentido, y el piloto los interpreta apropiadamente. No hay duda de que el motor es el corazón del avión, pero el piloto es el alma que lo gobierna.
Los pilotos no ven sus objetos de afección como máquinas, todo lo contrario, son formas vivientes que respiran y poseen diferentes personalidades. En algunos momentos dialogan y hasta riñen con ellos. Estos seducidos mortales perciben los aviones con dotes de belleza incondicional porque nada estimula más los sentidos de un aviador que la forma exquisita de una aeronave. No lo pueden evitar, están infectados por el sortilegio y vivirán el resto de sus vidas cautivados por el embrujo de su belleza.
Para el piloto percibir un avión es como encontrar un familiar perdido, una y otra vez. Cuando el destino trágico muestra su inexorable presencia y se pierden vidas en infortunios aéreos, la esencia del piloto se entristece por lo acontecido. Más no podrá evitar, quizás por un infinitesimal segundo, que la sombra de su pensamiento se remonte al aparato y un golpe de aflicción por el amigo caído le sea inevitable.
Para el aviador el sonido de pistones es una espléndida sinfonía, el sonido de un jet la síntesis de la fuerza. No existen aviones peligrosos, solamente no pilotados adecuadamente. Para él los aeropuertos son altares al talento humano, allí se realizan diariamente los desafíos y milagros frente a la energía de la naturaleza y la fuerza de la gravedad. Son lugares sagrados donde el ritual de volar se exalta y se glorifica. Donde caminos y fronteras se contraen y el mundo empequeñece. En los que igual se llora de alegría que de tristeza. Donde nacen esperanzas y sucumben ideales. En los que se evocan sitios lejanos y se añoran ausentes queridos. Donde en el sonido del silencio habitan los recuerdos y las hazañas de gigantes.
Papá, dejé mi corazón allá arriba. ( Francis Gary Powers, famoso piloto de la CIA, que fue derribado sobre la Unión Soviética en 1960, describiendo su primer vuelo a la edad de 14 años).
En el aire el aviador está en su elemento, es su hogar, es allí adonde él pertenece. Es allí donde él logra liberarse de las esclavitudes que lo sujetan a la tierra. Es un regalo de los dioses y él lo acepta con respeto y alegría. Este privilegio le permite escalar las prodigiosas montañas del espacio y alcanzar dimensiones en el firmamento que otros mortales no han alcanzado. Este regalo le permite apreciar la perfección del Creador y la absurda pequeñez de los humanos. Le permite, igualmente, reconocer que nadie ha visto la montaña hasta que ve su sombra desde el cielo.
Distinguir una persona que ha entregado su alma a la aviación es fácil: en una muchedumbre, cuando pasa un avión, su mirada se girará inmediatamente al firmamento, buscándolo, y no descansará hasta hacer contacto visual con el objeto de su atención; no importa cuantas veces haya visto el mismo avión, es preciso verlo. Es algo inconsciente y que ocurre espontáneamente.
Los aviadores quizás puedan explicar los elementos físicos de vuelo, pero describir lo que ocasiona en su propia existencia es imposible. Porque explicar la magia de volar está más allá de las palabras.